lunes, 11 de octubre de 2010

Bolívar Echeverría, Jenny y los piratas y la asonada del 30 de septiembre





Desde México D.F. Una nota para la isla del tesoro de nuestra corresponsal extranjera, Gabriela Alemán.

Corta crónica sobre una revolución (pensada) + piratas

El jueves 30 de septiembre comenzó en el DF como el segundo día del homenaje realizado por la Facultad de Filosofía de la UNAM al pensamiento de Bolívar Echeverría. A las seis de la tarde debía comenzar la mesa sobre “Utopía y Revoluciones”. No comenzó a tiempo. En los corredores y patios de la facultad no se dejaban de comentar las imágenes que la televisión reproducía sobre la revuelta que tenía lugar ese momento en Ecuador. Las tomas eran impresionantes. El ambiente no era el más propicio para hablar de utopías. Cuando la gente entró al auditorio, la sala estaba a reventar.

Luego de que los primeros dos ponentes leyeran sus textos, el filósofo Adolfo Gilly inició su charla marcando la diferencia entre rebelión y revolución y, para ello, citó a William Blake: “Los tigres de la ira son más inteligentes que los caballos de la sabiduría” (El matrimonio del cielo y el infierno).

Esta fue su reflexión: La rebelión proviene de la ira mientras que la revolución, interesada en transformar la sociedad y no destruirla, está ligada a un cambio político.

Lo que ocurría en Ecuador era el telón de fondo perfecto para la charla.

El profesor Stefan Gandler, un oso alemán con dreadlocks rubios, siguió a Gilly. Su contribución, menos académica, se volcó a la interpretación de los textos de Brecht que Echeverría había guardado cerca del corazón. Jaló un piano hacia el costado izquierdo del podio y de inmediato el cabaret (solo faltaba humo y Marlene Dietrich para que el ambiente fuera completo), se tomó la sala. La “Canción de Jenny la de los piratas” fue el centro de su presentación (Echeverría en algún momento había publicado su propia traducción):

Señores: hoy me ven fregar vasos / y soy yo quien les hace la cama. / Gracias les doy si me dan propina, / andrajosa de hotel andrajoso. / Pero ustedes no saben con quien hablan. / Una tarde en el puerto habrá gritos / y se dirán: “¿Qué gritos son ésos?” / Me verán sonreír mientras friego / y se dirán: “¿Por qué se sonríe?” / Y un barco con ocho velas / y con cincuenta cañones / habrá atracado en el muelle.
Ellos me dicen: “¡Vete a fregar!” / y me dan propinas y las tomo. / Las camas les haré, que remedio. / (Pero esta noche no dormirán.) / Pues por la tarde oirán en el puerto / un estruendo y dirán: “¿Qué estruendo es ese?” / Me verán asomarme a la ventana / y dirán: “¡Qué sonrisa tan rara!” / Y el barco con ocho velas / y con cincuenta cañones / bombardeará la ciudad.
Señores: se acabó ya la risa. / Porque todos los muros caerán, / será arrasada vuestra ciudad, / menos un pobre hotel andrajoso. / Preguntarán: “¿Quién vive en ese hotel?” / Y me verán salir por la mañana, / y dirán: “¡Era ella quien vivía!” / Y el barco con ocho velas / y con cincuenta cañones / empavesará sus mástiles.
Y a mediodía desembarcarán / cien hombres. Y vendrán, ocultándose, / de puerta a puerta, agarrando a todos. / Ante mi los traerán con cadenas, / y me preguntarán: “¿A quién matamos?” / y habrá un silencio grande en el puerto / al preguntarme quién debe morir. / Se oirá entonces mi voz diciendo: “¡Todos!”, / y “¡Hurra!”, a cada cabeza que caiga. / Y el barco con ocho velas / y con cincuenta cañones / conmigo zarpará.
Los piratas y la destrucción. Se oían cañones en la sala (y en Ecuador).

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